domingo, 3 de mayo de 2015

La parábola de la casa

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A Dios no se le encuentra en los objetos externos, sino en nuestro propio interior, como nuestro propio ser. A veces se le llama Uno (Unidad, Shiva, Dios [en el sentido que le daba a veces Meister Eckhart], Saguna Brahman, Padre, Brahman, etc), a veces se le llama No-Uno (más allá del Uno: Absoluto, Nirguna Brahman, Deidad [en el sentido que le daba a veces Meister Eckhart], Vacío, Parabrahman, etc), a veces se le llama Trino (Santísima Trinidad, sat-chit-ananda, plenitud[amor]-conciencia-voluntad, etc). Esto, la infinita plenitud que se encuentra en nuestro interior, nuestro propio ser, es el único "hallazgo" digno de ser totalmente apreciado, nuestro único verdadero tesoro eterno. Buscarlo no es en realidad una búsqueda, sino más bien un reconocimiento: darse cuenta de lo que ya es; reconocer lo que siempre es. Dios es. Nada más existe (pues no puede haber nada más allá de Aquello que es ilimitado). Uno se da cuenta de la verdad cuando deja de obstaculizarla al desear las ilusiones. Deja de creer en las ilusiones, deja de poner tu esperanza en lo efímero, y lo irreal desaparece, se deshace el aparente velo y "recuerdas" lo que siempre es. Se trata de "abrir los ojos". No por encabezonarnos en mantener los ojos cerrados lo real va a dejar de existir. Pero mientras no los abramos, creeremos que la oscuridad de lo limitado (la dualidad, lo ilusorio, el sufrimiento) es real. Este reconocimiento ha sido simbolizado por una gran variedad de parábolas, tanto en la tradición oriental como en la occidental. Por ejemplo la parábola de la mujer que busca un collar que lleva puesto, la del "décimo hombre" o la del "diamante en el bolsillo" (en la cual se ilustra que uno puede ser rico pero no ser consciente de ello hasta que busca en su interior). O las parábolas-guiños que a veces nos ofrece la vida; todos hemos vivido algún ejemplo, como el de quien busca las gafas y las lleva puestas.

La siguiente parábola me ha parecido muy bella. La escribe Lázaro Albar Marín (él sigue con entusiasmo la tradición cristiana y escribe con un hermoso estilo poético e inspirador).

La parábola de la casa

El misterio de Dios, Santísima Trinidad, se parece a un hombre que tenía una casa, pero él lo ignoraba, no sabía nada de esa casa; vivía tristemente, como un pobre huérfano en una buhardilla inhóspita. Las manchas insalubres de la humedad sombreaban las angostas paredes. No entraba la claridad del aire, ni el frescor del viento. Así pasaba, uno tras otro, en oscura y lenta monotonía, todos los días y todas las noches de su lóbrega existencia, postergado en el oscuro rincón de un cuarto. 

Y un día descubrió —porque tuvo que tirar una pared, casi por casualidad, como siempre hace el azar con el descubrimiento de las cosas importantes— que su casa no era solo aquella buhardilla. Abrió los ojos. Miró: ante sus mismos ojos atónitos se extendía una casa grande, amplia. Había habitaciones hermosas, adornadas con ventanas abiertas, en las ventanas crecían las flores coloreadas, entraba a raudales la alegría de un sol radiante y cantaban a coro desenvuelto los pájaros allí asomados... Toda una casa para él, inmensa, encendida. 

Y no solo poseía una casa luminosa. ¿Para qué sirve una casa entera si él se encuentra solo? Entonces descubre maravillado que en la casa hay alguien. Que vive alguien: no un vecino mal avenido, un rival curioso, sino una persona amiga y leal, que le acompaña. 

Y todavía más: descubre fascinado, pero se rinde a la alegría de saber que esa persona amiga es nada más y nada menos que Dios, pero no un dios frío o distante, a quien hay que solicitar cita de antemano, sino que es la Santísima Trinidad, tres Personas, un misterio de amor y de comunión, tan cercano, tan cálido, que le brinda su compañía y su amor. 

Y así, este hombre va de sorpresa en sorpresa, de pasmo en pasmo, y cae maravillado de rodillas. Le ha tocado la mejor lotería, cuyo lote no se acaba: habitar en la misma casa de Dios, Santísima Trinidad. 

Lázaro Albar Marín

En principio iba a dejarlo ahí, pero lo que sigue es un poema muy bello y además en el libro del que lo copio sale todo seguido y se complementa, formando una unidad. Así que reescribo ese último párrafo pero esta vez hasta el final, y añadiendo el poema que le sigue, escrito por Francisco Contreras, el cual copio en color azul:

Y así, este hombre va de sorpresa en sorpresa, de pasmo en pasmo, y cae maravillado de rodillas. Le ha tocado la mejor lotería, cuyo lote no se acaba: habitar en la misma casa de Dios, Santísima Trinidad. Y entonces compone atropelladamente estos versos tan simples pero tan verdaderos:

Me has prometido, Señor, 
con tu divina palabra: 
Vendremos a ti los Tres 
y en ti haremos nuestra casa. 
Será casa solariega. 
El sol con su llamarada 
la inundará por entero 
hasta dejarla hecha un ascua. 
Abre postigos y puertas, 
rompe cerrojos y barras, 
que habiten todos mis hijos 
en una piña prieta, apretada. 
Nuestro sol nunca está solo. 
Cristo Jesús es la lámpara. 
La luz que arde es el Espíritu. 
María, la bien lunada. 
La casa es casa por Dios. 
La familia vive hermana. 
Luce el sol en el balcón, 
y trinos en las ventanas. 

(Francisco Contreras)

Fuente: el libro «La belleza de Dios», de Lázaro Albar; págs. 78 y 79.
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